domingo, 24 de octubre de 2010

Quienquiera que haya gustado los otros días, los verdaderamente malos, los del perverso dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo por arte del diablo toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento, o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la desesperanza, en los cuales nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la humanidad y la llamada cultura con su brillo de feria, falso, ordinario y de hojalata, concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días normales y mediocres como el que hoy transcurrió en mí.
Esta autosatisfacción es una cosa bella; la falta de preocupaciones, estos días llevaderos que pasan volando bajito, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas.
Bien, conmigo se da el caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y tengo que refugiarme desesperada en otras temperaturas, a ser posible por la senda de los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan doloroso y de miseria, que al adormecido dios de la semisatisfacción le tiraría a su cara satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa...
Entonces se inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí misma, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos generalmente respetados o retorcer el pescuezo a varios representantes del orden burgués. Esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidadoso optimismo burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente. En tal disposición de ánimo termino, al oscurecer, aquel día tan soportable como rutinario...

1 comentario:

Miau dijo...

una rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada.

Mierda, que weá más bella.